EL PECADO DE DESISTIR

EL PECADO DE DESISTIR

Estamos padeciendo un mundo que cede cada vez más ante el avance de las rendiciones. Un mundo que tira la toalla. Un mundo incapaz de ir a por lo suyo, a por lo que cree que en justicia le corresponde. En realidad nos estamos padeciendo, más que a los demás, a nosotros mismos. Somos ya imparables cometiendo el pecado de desistir.

Uno de las ofensas a Dios que más debieran habernos enseñado, es esa precisamente: la de desistir. Pero parece que tuvieron por más prioritarias y graves las masturbaciones y toda la obsesiva preocupación por el sexo, en vez de habernos encaminado hacia la lectura profunda de un Evangelio que está lleno de inconformismos de Cristo, de rupturas y desacuerdos con lo establecido. Pero es un pecado que, entre los tantos que cometo y hasta saberme irremediable en ellos, he tenido que descubrir yo solo, en medio de tantos cómodos creyentes que te hablan de esa incoherencia llamada resignación cristiana.

Conozco bien ese pecado porque conozco bien su tentación. La padezco y supero en incontables ocasiones. Diariamente. Me acecha la decisión de abandonar, de claudicar en esto o en aquello, de plegarme al relax y cansarme de mis mejores sueños y mis más grandes ilusiones, apuntarme a la comodidad, no complicarme la vida escribiendo reivindicaciones propias o ajenas. Me acosa la seguridad de la rutina, ingresar en los cuarteles de la pasividad. Y, cómo no, dejar de predicar en el desierto.

Me detengo hoy en estos pensamientos porque tal como están las cosas para todos, viendo que la vida se ha hecho más cuesta arriba que nunca, estafados y robados por unos políticos ya de cualquier signo, creo que aquellos -la gran mayoría- que van amoldándose a la opresión de los poderosos, están debiéndole mucho en estos momentos a los que no lo hacen. Están en deuda mucho más de lo que cabría imaginar. Están debiéndoles las últimas tablas de salvación. Esa masa de gente pusilánime no podría calcular dónde se encontraría ahora mismo sin los que mantienen aún el coraje de luchar en primera línea de batalla: periodistas que denuncian lo intolerable o dicen diariamente lo que piensan, en nombre precisamente de los pensamientos de los demás que no se atreven a pronunciarlos; políticos disidentes que rompen con la disciplina de su partido porque su conciencia se ha hecho insobornable a tantos atropellos y lesiones de derechos fundamentales; escritores, pintores y artistas valientes que no se callan una; profesores que ejercen con agallas su libertad de cátedra; abogados no picapleitos que persiguen con fijeza el logro de la justicia; jueces que no se subordinan a la manipulación de su ejercicio profesional… la lista sería interminable. Y hay hasta un Papa que se manifiesta a la altura del corazón de la gente y de su sufrimiento, un Papa que desafía a diario la posibilidad de que lo quiten de en medio, porque con su arrojo está girando el rumbo de la Iglesia y girar el rumbo de la Iglesia es girar el propio rumbo de este planeta, y eso no conviene a muchos que lo mueven a su antojo.

Desistir, más que de cobardes, yo lo encuentro de inhumanos. Porque lo que nos dieron como soplo en nuestra naturaleza fue la tenacidad, el empeño, el pundonor, la voluntad, perseguir enérgicamente nuestros fines más nobles. Todo eso debería ser lo esperable de hombres y mujeres. Pero ya se ve que no es lo que está ocurriendo. En todos los ámbitos. Porque más allá de la política, más allá de soportar sin rebeldía todo lo que a estas alturas debería haber resultado insoportable, también estamos entregando las armas en el centro de gravedad de la vida: el amor. Estamos siendo capaces de dirigirnos poco a poco a nuestras tumbas sin haberlo probado realmente, ineptos para pasar a experimentarlo más allá de sus dulces oberturas, sin escuchar su sinfonía completa, unos seres humanos que no se brindan a sí mismos la oportunidad del nudo y el desenlace, que sólo sirven para inauguraciones.

Los inconformistas, los contestatarios, los que no claudican, parecen haberse convertido finalmente en un cortafuegos que impide, de momento, el incendio de un mundo que desiste cada vez más ante las pavorosas llamas que lo están arrasando.

José María Fuertes

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