APOTEOSIS DE THE FILM SYMPHONY ORCHESTRA

APOTEOSIS DE THE FILM SYMPHONY ORCHESTRA

Cuando la música hace levitar

Tres bises necesitó ofrecer The Film Sympony Orchestra para consolar al público del Auditorio de Fibes, que permanecía una y otra vez en pie, aplaudiendo, inamovible e insaciable, llegando a emocionar al director Constantino Martínez-Orts en su primer encuentro artístico con Sevilla. El valenciano fue ovacionado junto a sus músicos -más de setenta profesores- con el privilegio de las palmas por sevillanas. ¡El no va más de la rendición y del reconocimiento aquí! Martínez-Orts estaba tan conmovido que parecía refugiarse entre bastidores para recomponerse, regresando una y otra vez ante el público que lo reclamaba al frente de su orquesta.

He empezado por el final porque sé que esta de Sevilla es una plaza bien difícil, no nos engañemos, y ganarla no está al alcance más que de los mejores. Una ciudad en la que el silencio puede ser el mejor lenguaje para decirte que no vuelvas. Una ciudad esquiva y poco impresionable con cualquier cosa, seguramente porque le sobra de todo, porque ha tenido de todo, de ahí sus despilfarros. Una ciudad de fuertes abrazos y apretones de manos, donde en cuanto te das la espalda vas listo, y es tan fácil un beso como un puñal. Una ciudad con mucha gracia… y también con mucha guasa (lo puedo decir yo que soy de aquí). Una ciudad que no se casa con nadie, pero a la que le van de maravilla los escarceos y los deslices con quien quiere. Como le dé por alguien, ya no se le despinta. Como se le venga de frente, sin miedo y por derecho hasta los medios, dándolo todo, Sevilla se rinde, se entrega… se quita el sombrero. Como le diga a alguien, como le llamó a Constantino Martínez-Orts desde las butacas, artista o monstruo, queda bendecido para siempre, consagrado a sus altares de favoritos y venerables.

Me atrevo a escribir sobre música de cine sólo porque es música al fin y al cabo, más que porque sea de cine. Y mantengo una respetuosa distancia con los críticos cinematográficos entre los que yo, desgraciadamente, no podría contarme y reconocería mis amplios límites de mero espectador que de vez en cuando saca su entrada. No tendría razones de experto para sostenerme en posibles debates -que los hay- sobre si las bandas sonoras pueden ir por libre respecto de las películas que las originaron, fugitivas e independientes de sus imágenes, sin el contexto de su fundamento, sin la base de sus secuencias fílmicas.

La única noción que tengo es emocional: que la música se escapa siempre de sus lugares de origen. Es el gran trasplante por excelencia. Desde una existencia original, regenera otras. No se resiste a su condición de latir por la naturaleza propia de nuestras vidas. Es la gran generosa, siempre solidaria con nuestros guiones más íntimos. Es el gran préstamo que va desde la inspiración personal de un compositor, hasta nuestras vivencias más diferentes a las suyas, desde un sonido inicial hasta millones de ecos particulares. Tres mil personas parecieron demostrar eso en el concierto. No necesitaron la gran pantalla para que la música de las películas les hiciera vibrar.

¡Lo que yo he rezado en esta vida escuchando “Bailando con lobos”, sin tener que ver con lobos ni con bailar! Esa fue una de las obras interpretadas por The Film Symphony Orchestra, impecable, pero con alma de riesgos y aventuras, con pasajes tan desnudos y observados con lupa como el del violín de La Lista de Schindler, siempre sobrecogedor como la única posible ternura de un holocausto.

Constantino Martínez-Orts logra el último fin que persigue a través de esta estrategia trabada con la música del cine más universal: que amemos la música sinfónica, relacionar al público con los instrumentos, tramar con cada uno de ellos una complicidad al averiguarlos como autores de una acústica familiar, identificarlos en sus apariciones más protagonistas y también en las de planos más discretos, pero imprescindibles. La energía corporal llena de entusiasmo que se gasta el director, crea la atmósfera de un acercamiento entre los músicos y el público, hace de puente entre el aforo y el escenario, unifica y compacta dos espacios que sólo los grandes saben resumir. Y como durante los largos aplausos Martínez-Orts solicita a los músicos principales de cada ejecución que los reciban en pie, además de hacer justicia, simultáneamente facilita al público menos iniciado la identidad de los instrumentos más relevantes en cada caso.

Es obvio que no hay pantalla grande, pero sí el enorme volumen de un lugar donde caben las vidas -todas las vidas- de los asistentes, para que la música que contó las más grandes historias del cine, además de evocarlas, se haga una especie de donante en la que resuena nuestro propio y más veraz argumento.

José María Fuertes

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