EL PADRE DE PASTORA SOLER

EL PADRE DE PASTORA SOLER

Es uno de los tipos más extraordinarios que conozco dentro del mundo del espectáculo. Ahora no va con Pastora, pues es José Luis Sánchez quien, andando el tiempo, se convirtió en representante de su hermana; pero durante muchos años fue su padre la compañía inseparable de la artista.

Se llama Francisco, le pondría siempre un don por delante como merecen los señores de forma de ser, y nos hemos visto y saludado en montones de sitios, saraos, radios, televisiones, conciertos, festivales benéficos y todo cuanto da de sí la farándula.

Pastora era una niña que aún se abría las puertas de un mundo bien difícil con el auténtico nombre de Pili Sánchez, animándole el cotarro de los comienzos el académico Pineda Novo, el madrinazgo de Juana Reina en La Macarena, o las crónicas de José Luis Montoya en “El Patio” del ABC. ¡Qué días lejanos en los que aún no había llegado Luis Sanz, el decisivo descubridor del diamante en bruto al que puso el nombre con el que ahora la conoce medio mundo!

Me he encontrado con Francisco y su niña por aeropuertos o estaciones de trenes, en Barajas o en Atocha, a veces hasta en el fugaz cruce de dos escaleras mecánicas en las que yo bajaba y ellos subían. Recuerdo incluso una mañana en un bar de la calle Reyes Católicos, de Sevilla, tomando café con Francisco y su esposa, mientras Pili nos esperaba mirando entretenida el alto televisor del establecimiento viendo dibujos animados. ¿Qué tendría entonces… diez, once años? Pues ya iba de boca en boca el fenómeno de sus dotes, su voz y su arte. Se veía venir. Era un prodigio en Sevilla que habría de conquistar España entera y países lejanos de Europa y América. Nunca mejor dicho, el éxito estaba cantado.

Francisco Soler fue el padre de la artista sin ser “el padre de la artista”, que hay entrecomillados con guasa para padres y madres de artistas insoportables, inductores de niños repelentes, buscadores insaciables de colocar a su portento en las fotos que se tercien con los famosos, como sea, a codazos, con calzador de angustia y patetismo:

-¡Niña! ¡Ponte aquí con la Duquesa!

-¡Niña! Que te escuche Marifé…

Son los típicos tópicos padres y madres de artistas. Se les teme porque son temibles, más para sus propios hijos de supuesto talento que para quienes han de soportarlos en el mundanal ruido de la música: managers, directores de discográficas, jefes de promoción, locutores, periodistas… Son los padres y madres de artistas buscando hacerse una casita con la garganta de una criatura que siempre te dicen que canta como los ángeles. Son los que, si llegan los niños a la fama, no querrán soltar la gallina de los huevos de oro cuando llegue la hora de un novio de la artista, a la que le costará un huevo de esos hacerse independiente, libre y autónoma, con un disgusto familiar de mil pares por haber cortado el cordón umbilical del ahogo y el agobio.

El padre de Pastora Soler no tuvo nunca nada que ver con eso. El padre de Pastora Soler siempre fue de caballero por la vida, de sencillo, de cordial y discreto, sin ir montando el número de la cabra por ninguna parte, sin el ridículo que supone invadir un solo milímetro del protagonismo que le correspondía a su hija. Sabía cuál era su sitio y el de ella. Y del orgullo legítimo de su corazón jamás soltó una palabra. No le escuché una sola presunción. Y pasó sin estridencias la travesía de su hija por los días más difíciles del principio.

Pero lo mejor que se ha escrito jamás -ni se escribirá- sobre Francisco Sánchez, está en una canción de Pastora Soler que se llama “La mala costumbre”. La compuso el sevillano José Abraham y es de lo mejor que puede tener la música española de las últimas décadas. No exagero. Con esa canción magistral, José Abraham ha chocado los cinco de Manuel Alejandro y ha empezado a tutear a José Luis Perales.

En apariencia sólo se trata de una canción melódica. Pero, bien escuchada, puede descubrirse que está incluso preñada de Navidad. Es una canción si se quiere para agosto, pero también para diciembre. Es una canción para siempre, destinada a ser un clásico del viejo mensaje de querernos unos a otros en todo momento y ser capaces de decirlo y manifestarlo. Reivindica la expresión continua del amor.

Conozco de primera mano la historia de esa canción, cómo se gesta, cómo pasa, estando terminada y parida, hasta por la duda de si habrá valentía capaz de cantarla. Guarda un dolor, una y mil batallas por vivir, alberga una esperanza interminable y termina dando los mil besos que nunca damos por culpa de la rutina.

Está dedicada a un señor de los pies a la cabeza que se llama Francisco Sánchez: es el discreto y maravilloso padre de Pastora Soler.

José María Fuertes

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