Provocar la vida

Provocar la vida

Respeto a los tranquilos, pero soy inquieto. Asumo a los conformistas, pero soy rebelde. Conozco los dogmas, pero tengo mis dudas. Contemplo a los que tienen fe en Dios,  pero me hago mil preguntas. Me ha llevado más lejos ponerlo todo en tela de juicio que arrodillarme dócil. Y he encontrado más felicidad, mucha más felicidad,  cuando la tierra temblaba que si permanecía firme.

 

Esto de vivir nos lo contaron mal, estuvo pésimamente planteado. De eso están ya convencidos hasta los octogenarios que me lo confirman. Les gustan estos tiempos más que los suyos. Y una de las diferencias de los seres humanos consiste muchas veces en dividirnos entre aquellos que lo reconocemos y quienes aún se empeñan en disimularlo.

 

Vivir es infinitamente mayor que lo previsto. Los genios, entre otros, se percataron enseguida de eso. Rompieron las coordenadas de la seguridad, de lo establecido. Permitieron un cisma en sus entrañas y el caos en sus mentes. Sólo de los infiernos se regresa con la auténtica gloria entre las manos.

 

La vida no quiere que nos demos cuenta de todo eso. La vida no quiere que le veamos el truco. Le gusta hacerse todos los días la tonta, la que no sabe nada. Quiere inmovilizarnos entre esas dos trampas hermosas que son el amanecer y la puesta de sol, que asombran, pero inmovilizan. Cada jornada quiere quitarse el mochuelo de encima. Una buena película por la noche en la tele… y a dormir. Y cero al cociente y se baja la cifra siguiente.

 

Cuando se acabó mi matrimonio, decidí firmemente ser absolutamente intolerable con cualquier zona de aburrimiento. Fue el último capítulo que le permití a la resignación. Desde entonces provoco a la vida. Demando lo mío. Me hago justicia sin jueces que, como dice Fran Rivera, han estudiado tanto para saber tan poco. Y ya no le consiento a la vida dormirse mas que a la hora en la que salen las estrellas. Así he ido de una magia a la siguiente, de una sorpresa a la otra, de milagro en milagro. He sido atrevido, valiente, desvergonzado con la vida, imparable ante ella, descarado al mirarla. No tenemos más que una. No podemos desaprovecharla con nuestras sumisiones. No le entrego las armas ni le tiro la toalla. ¡Le grito! ¡La reto!

 

Cuando disfruto de la compañía de esos personajes cuya existencia se desenvuelve a años luz de la del común de los mortales, me encanta averiguarles dónde nos caben los pies con los de ellos. Un día le conté al gran Raphael todas estas cuitas mías y me contestó:

 

-Llevas toda la razón. A la vida hay que decirle todos los días, “oye, ¿qué pasa con lo mío?”.

 

Pepe Fuertes

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