Cuando reza el teatro

Cuando reza el teatro

 

 

Francisco de Juan es un hombre de escritura honda, uno de esos supervivientes a los que el dolor devolvió un día crecido desde la otra línea de la existencia, la que ofrece elegir entre fecundar la tierra o hundirte en ella. Fue sabio para hacerla fértil. Y tuvo la suerte de una compañía excepcional, su mujer Rosana, para poder acudir con ella a recoger flores donde otros sólo las llevan.

 

Dejó en la voz del pueblo una de las cosas que más quería decir Andalucía, uno de sus más hermosos desgarros, una de sus más bellas declaraciones al mundo: Yo soy del Sur…  y tienes que comprender, y tienes que comprender que mis costumbres son esas y no las quiero perder.

 

Me llama Francisco de Juan para invitarme al estreno de “Esta nos da el camino”,  una comedia musical (yo diría una comedia musical rociera) en cuatro actos, de su autoría y, además, con  producción  de él mismo junto a Alonso Pavón. He ido. Vayan ustedes ahora. La recomiendo. Es como haber hecho una novena en dos horas.

 

El hilo argumental, que incluso se insinúa en la sinopsis del programa de mano, pertenece al esquema humano de los celos. Pero está extraído sin tremendismos, de manera delgada y fina, para que no supere el nivel humorístico que tiene marcado. El nivel justo hasta donde el guión no es más que un pretexto para contemplar un conjunto más amplio, mucho más amplio, que unos cruces de miradas y unas provocaciones. Lo del amor y el desamor como telón de fondo del Rocío ya viene de atrás con Pérez Lugin, con Juana Reina y Rubén Rojo en el cine, “Sucedió en Sevilla” (1954), haciéndose años más tarde una versión de Carmen Sevilla con Paco Rabal, “Camino del Rocío” (1966).

 

Ahora, como entonces, Francisco de Juan ha perseguido  -y lo logra sobradamente-  un inmenso canto a la Romería más universal. Por eso todo queda intencionadamente desplazado y anecdótico con el auténtico protagonismo de Los Amigos de Gines, aún vigentes después de tantos años, pero ya en la historia grande del género de las sevillanas, con un pie en este espectáculo y otro en la leyenda.

 

Francisco de Juan nos los regala como hermanos de camino, entre pinares, ante hogueras, con alba o con estrellas. Escuchándolos,  llegas a no saber si ocupas una butaca o el asiento de un charré. El espectador es convertido a un dinamismo inesperado, la obra le calza botos y espartos. Y el amplísimo repertorio de éxitos de toda una carrera fulgurante como la de Los Amigos de Gines, permite a sus geniales intérpretes sostenerse en una presencia escénica casi ininterrumpida, sólo con los mutis propios de la servidumbre de puntuales secuencias. “Lloran los pinos del coto”, “Sueña la margarita”, “Mi caballo Bayo”, “El dolor del amor”, etc.

 

En medio de tanto aroma de romero despunta una amapola inigualable cuando canta Patricia del Río, emocionante y cálida. Guapísima.

 

Lo cuento hasta aquí, hasta la linde misma donde no debo revelar las sorpresas de este camino, que las tiene. Donde no es lícito romperles la magia en la que el público y los actores llegan a parecer lo mismo. Donde no sería ético, ni por alabarlos, dar cuenta de los recursos inteligentes que lo hacen posible. Donde un teatro termina acogiendo, como si fuera un Santuario, la oración de todos.

 

Pepe Fuertes

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