PILI VILABOA

PILI VILABOA

Con ella llegó a ser muy fuerte mi conciencia de que aprendíamos de los demás, de que teníamos maestros mucho más allá de las escuelas. No es que antes nadie me hubiera enseñado. No. Claro que no. Pero Pili Vilaboa me lo hizo sentir como un terremoto que mueve toda la tierra debajo de tus pies. Ella fue la vibración en persona.

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Se llamaba en realidad Pilar del Cura, pero había adoptado como si fuera americana el extraño segundo apellido de su marido, un cubano que se había asociado en España con los Garrigues Walker. Ese apellido, en sus hijas, identifica hoy a la mejor clínica de dentistas de Madrid.

Viví muchos años con esta familia en el chalet que ocupaban en una zona residencial de Aravaca. Me consideraron uno más entre ellos, el matrimonio y sus tres hijos: Débora, Beatriz y Jorge. Y Flora, la empleada del hogar que incluso dormía allí.

Los Vilaboa no me permitieron nunca que estando en Madrid pudiera residir en otra casa que no fuera la suya, junto a ellos. La historia de porqué y cómo llegué hasta allí es larga y no viene al caso. Al caso viene contar que esta mujer fue para mí una auténtica revelación de lo que iba a ser vivir un hombre como yo. Tenía una actitud tan especial y vigorosa ante todo, tan acorde con mi energía, que yo acabé adaptando sus maravillosos y sorprendentes actos reflejos desde su inenarrable personalidad a la mía. Trazó gran parte de las líneas sobre las que, después, con los años, yo escribiría mi vida. Por decirlo de una manera más precisa, con la mejor metáfora que se me ocurre, me fijé en su caligrafía incomparable. Poseía una locuacidad capaz de vender arena en el desierto. Divertidísima, era tan desenfadada en el aspecto como profunda en su corazón. Sagaz, astuta y libre. Le gustaba la ropa cómoda hasta el punto de haberse desprendido de toda coquetería. Un día le dije, en los tiempos revueltos de nuestra democracia recién nacida y asistida por la matrona de la transición, cuando había tirones y robos por todas partes :

-¿Cómo te atreves a llevar un Rólex de oro en vez de depositarlo en la caja de un banco?

-Porque me sirve para cuando me encuentro con una de esas señoras de la urbanización que te miran por encima del hombro. Mientras hablamos, yo me paso la mano por la frente echándome el pelo hacia atrás. Entonces repara en el Rólex y se dice: ¡Ah! Esta viste así porque le da la gana, no porque no tenga dinero.

Pili era eso que solemos llamar un libro abierto: en sus ocurrencias, en su valentía levantando y poniendo en pie cada nueva mañana, en su luz como alma máter de los suyos. Atravesó esta vida con la potencia de una excavadora que apartara piedras del camino para hacerlo llano a todos. Constituía la viga maestra de su casa. Todos lo sabíamos. Todos la amábamos. A mis hijas les digo de vez en cuando que muchas de las cosas que hoy disfrutan y me alaban en mi manera de ser como padre, se las deben al ejemplo que me dejó Pili Vilaboa.

Me enseñó además Madrid en todo lo alto, en lo más granado de su sociedad. Me lo enseñó a mí, un provinciano que había llegado, desde una Sevilla de muchos años antes de la Expo -estoy hablando de 1976-, una Sevilla sin las grandes transformaciones y adelantos de todo tipo que disfrutaríamos en el futuro, una Sevilla que hasta que no se le puso por delante la muestra universal de 1992, abría la boca como catetos en cuanto contemplaba de pronto la capital de España, llena de cosas y personas que en mi ciudad ni se olían: anchas e interminables avenidas, metro, scaléxtrics, altísimos edificios, torres como rascacielos, personajes de relevancia nacional e internacional al alcance de tu vista… Sin ir más lejos, Pili tenía a sus hijos en el Colegio Santa María de los Rosales, el mismo del Príncipe Felipe; por eso siempre recordaré cómo cada tarde, a las cinco y media, cuando recogíamos a los tres, veía salir de sus clases al futuro Rey de España, un niño al que algunas mañanas lo llevaba la Reina Sofía. Tengo grabada en la memoria la carretera que llevaba a ese Colegio, en las afueras de Madrid y cercano a La Zarzuela, flanqueada siempre en sus arcenes por la Guardia Civil, armada con cetme y uniformada con el tres cuartos para protegerse del frío del invierno madrileño. Tela. A veces, la manguera que servía para regar los jardines del chalet de Aravaca, echaba el agua tan congelada que salía con la forma del tubo.

Pili creyó siempre en mí como artista, desde el primer momento. Y en todo lo que estuvo en su mano, que no fue poco, me introdujo en un ambiente social que a mí me hubiera sido imposible traspasar sin su ayuda en Madrid.

Siempre estaré en deuda con ella, porque a esa clase de personas tan decisivas en tu camino, jamás puedes devolverle por completo el enorme valor de su compañía. Abrió mi mente sin imponerme nada. Pero me percaté, bien lejos de una Sevilla cuadriculada, de que una flecha indicaba la dirección infinita del pensamiento sin dogmas. No me cabe duda de que fue ella la que prendió en mí la llama de una inquietud, inseparable ya de mi naturaleza, que me agita hasta estos días. Sacó de mi interior al inconformista que habría de llevarme de un descubrimiento a otro.

Pepe Fuertes

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