EL PUENTE

EL PUENTE

El cincuenta por ciento de los matrimonios celebrados acaba en divorcio. La muerte no llega a separarlos. Ya se encargan de eso las sentencias. Y como está divorciada la mitad de cuantos se casaron, cada vez que abordo el tema son más los afectados que me exponen su caso. Con lo del divorcio pasa como cuando hice la mili: entonces me di cuenta de la cantidad de soldados que había en las calles y nunca antes había advertido. O como las mujeres embarazadas se percatan de las muchas más que hay al tiempo que ellas lo están. ¡Cuánta gente divorciada! Hasta ahora, cuando nos encontrábamos a alguien que no habíamos visto en años, le preguntábamos:

-¿Tú te casaste?

Si esto sigue así, más nos valdrá interesarnos por los demás de otra manera, acorde con las sorpresas que nos estamos llevando:

-Oye, ¿tú te divorciaste?

La avalancha de correspondencia no se ha hecho esperar tras haber escrito ILUSIONES SIN CERTEZAS. Porque quieren más, desean que les brinde una experiencia personal con la que orientar la de cada uno. Y me sobrepasa la confianza que ponen en mí, las ganas con las que me esperan para escucharme algo positivo sobre una situación que, a la mayoría, le sabe amargamente como un retroceso en su vida. Hago un guiño además desde aquí, en España, a alguien que aguarda mis palabras en Colombia.

Adelanto que si no hay dos matrimonios iguales, tampoco lo son los divorcios. Y si me atrevo con esta presunción de que desde mi travesía pueda orientar la de otros, es porque también reconozco una cierta línea, entre tantas diferentes, que sí pasa por todos. Es una especie de patrón general cuyo corte genera todas las rupturas. Y hago desde aquí, en España, un guiño a quien espera mis palabras desde Colombia.

Como comprenderán, de lo que más entiendo es de mí mismo. Es lo mejor que puedo ofrecer. Y ahí tengo que decir que a veces uno no se divorcia: lo divorcian; pero no es más que el empujón imprescindible del paracaidista que lleva tiempo siendo consciente de que ha de dar el salto, pero no se atreve… y alguien lo ayuda a darlo. Será la última posible ocasión de generosidad de nuestro cónyuge, que está a punto de dejar de serlo.

El divorcio da vértigo. Es el futuro mirado desde arriba, a kilómetros de distancia con la tierra. Muchos que necesitan urgente e imperiosamente arrojarse a ese vacío, no se asisten de la valentía requerida. Pero una vez lanzados comienzan las primeras satisfacciones de una auténtica liberación: nos llevamos la grata sorpresa de que el paracaídas se abre; atravesamos una atmósfera repleta de oxígeno a raudales; contemplamos desde las alturas un inmenso paisaje recuperado y abierto a nosotros, el paisaje de la libertad; y, para colmo, aterrizamos sin quiebra alguna de nuestros pies.

¿Alguien podría contarlo sobre sí mismo de otra manera? Por supuesto. Pero lo estoy contando yo. Lo siento. No tengo mejor referente que el propio. Puede que muchos arriba, en el avión, se hayan dejado el amor. Entonces todo es distinto. Cuesta más levantar cabeza. Sin embargo, no fue mi caso. Y haber salido de allí sin ataduras sentimentales reconozco que fue una gran ventaja. Aquel salto propició el peor momento de mi vida, pero también el mejor.

Al divorcio le debo mis mayores luces, mi madurez más consolidada, mi creatividad más incesante, mis más auténticos amigos o el milagro de una multiplicación asombrosa de nuevos afectos, mi alegría más real y, desde luego, los mejores y más increíbles momentos junto a mis hijas. Por ellas precisamente jamás miro atrás como quien divisa un error. Ellas son mis dos grandes aciertos y repetiría mil veces el mismo matrimonio, justo el mismo, porque de ese -y no de otro- nacieron ellas. No deseo otras posibles hijas venidas de otra genética, quiero a estas, las que tengo, las que lo son en concreto, con las precisas miradas que me regalan, con las voces que me hablan y me dicen que me quieren, y exactamente con esos besos que me dan. Y la hermosa identidad de esas hijas pasa necesariamente por la unión conyugal que ya, afortunadamente, no existe. Llegué a escuchar en un juzgado la mayúscula estupidez de que yo no asumía mi divorcio, pero la auténtica verdad es que lo que yo no asumía era mi matrimonio.

Si les valiera alguna recomendación, háganse el favor de creer que cada vida humana, por difícil que se ponga, debería dejar escrito un éxito de Dios, el triunfo de la superación, un acierto del hombre creado a imagen y semejanza del esfuerzo, de la voluntad, del sacrificio, de la entrega… Un ser apto para no rendirse, para no claudicar, para sobreponerse a sus propias limitaciones, para engrandecerse a sí mismo. No importa ya el pasado. Mírense cargados de futuro, como una hermosa poesía que vivir. Puedo pertenecer al grupo cada vez más numeroso de los que no han llegado con sus matrimonios a donde pretendían; pero me resisto a ingresar por eso en los ya multitudinarios colectivos del miedo a intentarlo otra vez, los que se van rindiendo a la idea del amor para siempre. Son ya muchos los que me dicen que sienten miedo; pero, sinceramente, el miedo que yo más sentiría sería aquel a descubrir un día que había perdido mi gran oportunidad de embarcarme, de tomar un nuevo rumbo decisivo, y haber perdido un tren que no vuelva a pasar sólo porque yo estaba lleno de temores. El miedo, ¿a qué negarlo?, está en el diccionario humano; pero también lo está el valor. El miedo es la peor forma de parálisis humana. El valor es un eficaz anticongelante de la vida. Y a la vida hay que provocarla diariamente, sacarle lo que es nuestro, meterle el trapo para que embista, jugarle a la distancia corta, arriesgarla en el estrecho espacio donde se sienten los mayores escalofríos. Como alguien dijo, la vida no se mide por la cantidad de veces que respiramos, sino por el número de momentos e instantes que nos cortan la respiración.

Miren su divorcio en positivo, aprendan a hacerlo incluso cuando en medio de su saldo estén las víctimas inocentes de los hijos. Aprovechen su sufrimiento para hacerse con una musculatura mental brillante y lúcida que, por fuerte, no haga resentirse con ese vigor a la zona más tierna y sensible que nos lleve a un nuevo encuentro con alguien. Y nunca pierdan de vista que, no pocas veces, aquellas personas que nos parecieron definitivas en nuestras vidas, no eran más -ni menos- que un puente: el largo y necesario puente para llegar a nuestro mejor y más feliz destino.

José María Fuertes

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