VECES LLEGAN CARTAS…  DE RAPHAEL

VECES LLEGAN CARTAS… DE RAPHAEL

Como en la canción que le escribiera Manuel Alejandro, que eso no es un compositor, sino un sastre a la medida, un experto que coge el metro y la tiza y le toma al artista la sisa de la frase que le corresponde, el largo o el dobladillo de la palabra adecuada y hasta el ancho del preciso instante del énfasis, como en la canción digo, a veces llegan cartas de Raphael.

Son cartas que te hablan de que en la distancia el cariño crece, el del fervor del público que le venera después de más de cincuenta años de éxito, ahora por su nueva gira americana. Son cartas que te dicen que al estar tan lejos nada es diferente, la tónica invariable de la apoteosis, porque en todas partes, en México, Perú o Canadá, New York, Miami, ahora mismo en Puerto Rico, los públicos le reciben en pie, que más parece que ha terminado un concierto en vez de empezarlo, cuando aún no ha abierto ni la boca, cuando sólo ha extendido los brazos tanto como le es posible abrirlos, como en su canción de los primeros tiempos, que te acoge con un deseo tal que parece, desde la cima del triunfo, el monumento de Río de Janeiro, para que todo el mundo sienta que entre las miles de ovaciones que le envían está recogida la de cada uno. Raphael es al éxito como el gallego a la escalera, que si te lo encuentras en ella no sabes si la sube o la baja; pues con el frenesí constante del público, tú no calculas si Raphael acaba de iniciar un concierto o lo ha terminado. ¿Quién acertaría por el calor popular a averiguar si está al principio, en medio o al final?

A veces llegan cartas de Raphael. Y me ha escrito. Raphael me ha escrito una vez más a lo largo de estos años, estos últimos quince años. Ahora son emails, mensajes en el muro, o actualizaciones de estado en su cuenta oficial; pero los románticos les seguimos llamando cartas y abrimos facebook creyendo que aún bajamos al buzón o le preguntamos al cartero, como en los viejos tiempos de impaciencias amorosas:

-¿Hay algo para mí?

Había algo para mí después de publicar “El día que dejamos de bailar”:

-Millones de Gracias por esto! Este artículo es UN VERDADERO PREMIO A MI CARRERA.

Un Gran Abrazo.

Millones de gracias a ti, Raphael. Nuestro común amigo Carlos Herrera -que de común no tiene nada-, dice que formas parte del sonido de la vida. De la mía sí, desde luego. ¡Millones de gracias por eso! Es el sonido de una pasión inconmensurable, el de la voz prodigiosa de un ser humano sin medias tintas, que cuando canta una canción parece que la ha cantado cuatro veces de golpe, uno de los mejores ejemplos de la intensidad que queda más lejos de la tibieza -el maldito problema de este mundo, los tibios, los que no son ni fríos ni calientes-, un ahínco sin dejarse atrás una sola deuda con la emoción, que paga todos los peajes de los latidos de su corazón, sin ahorrarse el más mínimo aliento de cualquier historia que los necesite todos. Cualquier historia de esas tuyas que se confunden con las nuestras, cuando ya no se sabe si has sacado tus letras de la vida o fue la propia vida la que las tomó prestadas de tus canciones. La forma en la que amé no supe muchas veces si era mía o es que yo hablaba el mismo idioma inmenso de tus melodías. O la antigua manera aquella de ser aquel que cada noche la persigue, y el que la sueña, y el que la espera, hoy que nadie espera a nadie. Y no saber si el mundo es el de siempre, pero yo lo veo diferente, cuando ella no está. Y ¿qué pasará?, ¿qué misterio habrá?, siempre a punto de que sea mi gran noche… ¡Qué de cosas se han vivido como tú las has cantado o las has cantado como se vivieron! ¿Dónde sabríamos señalar ya cuándo acaban unas estrofas para que empiece la vida, o la vida pide discurrir con las mismas palabras de tus versos?

Querido Raphael: he formado no pocos pedazos de mi corazón al amparo de tu ejemplo encarando la vida, cuando se te cayó aquel billete por la ranura de una alcantarilla, cuando te encontraste a los tuyos en la escalera desahuciados, o cuando mantuviste la conversación con tu futuro suegro para decirle cuánto querías a su hija y celebrar con ella la boda por la que nadie daba un duro. Vivir debiera ser muchas veces la misma actitud de tus interpretaciones, a tope, sin reservas, el despilfarro puro, por si no hubiera ya más veces o como si fuera la primera, la del principiante. Vivir debiera ser, como en ti, un permanente estreno. Tú cantas en clave de carpe diem. Ahora o nunca. Por eso eres dramático, teatral -que no teatrero-, porque te la juegas entera en cada función, porque apuestas fuerte hasta donde en otros sería insensatez, porque arrimas peligrosamente todo lo conseguido hasta la ruleta de un nuevo concierto.

Me he despedido de mujeres como en “Amor mío”; las he amado como en “Payaso”; he rezado ave marías con igual desesperación que tú y, si me apuras, hasta he recorrido los canales de Venecia con la misma quietud acompasada de tu gondolero…

Vengo de un mundo afortunado de sonidos y ecos estremecedores de esta emoción llamada Sevilla, a la que quieres tanto -hombre del Sur, andaluz por los cuatro costados-, con arrullos de palomas de infancia en el parque de María Luisa, repiques de Giralda siguiendo el compás de los días de la ciudad, surtidores de fuentes del Alcázar, vítores de Triana despidiendo a las carretas… Vengo de un mundo raro donde una marcha llamada “Amargura” me trae cada primavera noticias del aire y los azahares. Y donde se dice adiós muriéndose algo en el alma. Por ese mundo extraño lleno de escalofríos cruzó por primera vez, hace más de cincuenta años, la voz de humo de tu garganta. ¡Qué de canciones desde entonces, Raphael!

Pero sobre todo, querido artista, llegas siempre, invariablemente, desde las entrañas de cada Navidad, cuando por el camino que lleva a Belén (el que baja hasta el valle que la nieve cubrió) un niño pobre sin más bienes ni recursos que el ronco sonido de su tambor provoca, cada año, la sonrisa ni más ni menos que del Hijo de Dios.

José María Fuertes

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