CARTA A MI AMIGO PEPE FUERTES

CARTA A MI AMIGO PEPE FUERTES

Quiero agradecerte el que, después de tantos años hayas tenido la idea de recordarme en uno de tus maravillosos escritos.

Sobre todo te agradezco el que, dejando aparte nuestra antigua amistad, hayas dado categoría a una historia, la mía, que, creo, no tiene nada de particular.

Y no lo es porque la misma historia se viene repitiendo continuamente cientos, quizás miles de veces cada Semana Santa en Sevilla, historias de personas que experimentan las mismas vivencias que describes.

Lo que te excusa es que creo que has tomado mi caso como muestra de lo que sucede a personas como yo sometidas a esa experiencia única que es la Semana Santa de Sevilla.
Bajo esa premisa considero que mi historia es una más y en ese convencimiento escribo estas líneas como una especie de proceso cuya sentencia está, tu lo sabes, escrita de antemano.

Mi particular historia comienza en el año 1.978 cuando, procedente de Asturias (mi tierra de adopción, pues vi la luz en Tudela, Navarra) llegué a Sevilla con la ilusión, felizmente cumplida a pesar de los pesares, de convertirme en Arquitecto.

Como sabes, aquello supuso un fuerte choque en mi concepción del mundo tal y como hasta entonces lo entendía. Tras catorce horas de tren desde Gijón, llegué a un mundo nuevo y desconocido para un semi adolescente de 18 años que dejaba lejos familia, novia y amigos para desembarcar en un lugar desconocido totalmente nuevo para mí. Entonces los contrastes eran -quizás ahora mucho menos- muy grandes. Las gentes, el colegio mayor, la escuela de arquitectura -entonces creo más dura que la actual- supusieron para mí un choque brutal.
Sevilla me maravillaba y a la vez me resultaba odiosa. Sevilla y yo hablábamos idiomas distintos. Me fascinaba su luz, sus calles, sus iglesias, sus olores… y a la vez la odiaba. La hacía culpable de separarme de lo más querido por mí. Entonces Sevilla -ahora menos- estaba muy lejos. Luego descubrí lo relativo de esta afirmación, lejos está Asturias. Me sentía encerrado en una jaula de oro. Sin embargo ya entonces presentía que en el futuro algo podría cambiar esa relación.

Cada Semana Santa suponía una oportunidad para volver a mi sitio; indefectiblemente deseaba volver a mi gente, a ver a mi novia, y mis seres queridos que, desde la Navidad, no había vuelto a ver. Hasta entonces la Semana Santa había sido para mí una época de luto, recogimiento, tristeza, películas de romanos y música sacra en la televisión; oficios acompañando de niño a mi abuela … Entonces pasó a ser una época de vacaciones lo suficientemente larga como para permitir el largo viaje de vuelta casa. Mis amigos Rafael, Fernando, Joaquín, Nacho, Javier, Justo… hacían lo propio.

Tras algunos años me encontré con la procesión en las calles de Sevilla de Nuestra Señora de la Esperanza de Triana, que tú me has recordado, con motivo de su coronación canónica. Aquella fiesta, aquella devoción, aquella música, aquel olor del incienso… me subyugaron. Pero aquello no caló en el impermeable del que entonces estaba recubierto y todo siguió igual; hasta que nos conocimos.

Tú me abriste los ojos; había mirado hasta entonces, pero no había visto. Contigo vi lo que hasta ese momento había tenido delante, lo había sospechado, pero estaba ciego. Recuerdo aquella primera Semana Santa a tu lado, recuerdo que mi primera sensación fue la de encontrarme en otra ciudad distinta a la conocida. La Sevilla de los 80 era entonces una ciudad insegura -me viene a la memoria la sección diaria del ABC de Sevilla “Los tirones de Ayer “-, era , recordarás, una ciudad sucia, caótica, distinta de la actual. Sin embargo aquella primera vez descubrí una metamorfosis increíble. Aquel caos se había convertido en orden, organización, exactitud, tempo, todo era de una precisión suiza. Intuí que iba a descubrir algo nuevo y a tu lado lo descubrí; descubrí lo que los sevillanos conocéis desde la cuna, que poco a poco se os transmite a pequeñas cucharadas, pero en mi caso, comprenderás, fue mucho menos dosificado. Me hiciste comprender en pocas horas lo que vosotros, sevillanos de siempre, habéis respirado desde generaciones. Comprende asimilar todo eso en una sola dosis !!!! Recuerdo mi impresión ante lo que se deslizó ante mis ojos, y las expresiones de vuestras caras ante mis comentarios y mi satisfacción al entender lo que decían vuestras miradas: “… éste lo ha entendido”.
Y vaya que si lo entendí !!!! Lo entendí perfectamente, no sólo por mi mérito, que alguno tengo, sino sobre todo por el tuyo. Tú fuiste la clave para abrir la puerta del conocimiento de la Semana Santa de Sevilla, una puerta imposible de abrir para quien, desde fuera, la golpea con los prejuicios propios del desconocimiento. Contigo entendí que la Semana Santa de Sevilla es como es porque Sevilla sabe cómo acaba la historia.

Para mí, del norte, la Semana Santa era luto, ayuno, meditación, rezo, oficios…, recuerdo todo eso, pero no recuerdo la fiesta de la Resurrección. Eso estaba oculto por los velos morados. El contraste con Sevilla fue indescriptible, existía todo lo que ya conocía, pero … ¡¡había alegría!! Una alegría que en la bulla ante el paso de La Macarena, por su barrio , durante horas sin descanso y a tu lado, se me antojaba irreverente. Fuiste tú quien me dio la clave. Sevilla sabe cómo acaba la historia y reproduce a la vez el dolor de Cristo en su Pasión en contraste con la Esperanza de su Resurrección. Entonces me caí del caballo, lo que conocéis desde niños en Sevilla, a mí me fue anunciado, y la Semana Santa de Sevilla me ganó para siempre.

Y como buena enfermedad contagiosa, se transmite. Decidí que no podía guardar eso sólo para mí y llevado de una necesidad de “evangelización”, supongo similar a la que tuviste conmigo, tuve que compartir mis descubrimientos. Y traje a Carmen a Sevilla.

Supongo que mis miles de historias contadas y la vehemencia con las que las repetí la convencieron, y vino.
Y comulgó, vaya que si comulgó!!, y también lo entendió, vaya que si lo entendió!!, aún mejor que yo, y… se hizo macarena, macarena auténtica, como si hubiera nacido en la calle Feria; que no hace falta que sea Semana Santa para que haya que llevarla a ver a “su” Virgen. Por algo nuestra ahijada se llama Macarena.

Y después… Álvaro, mi hijo, contagiado para siempre.
Luego tú y yo dejamos de vernos, la vida nos llevó por distintos caminos y dejamos de vernos. Pero el “daño” estaba hecho.

En esta historia hay “culpables” (sabes que hablo de ti), pero también cómplices importantes. El principal, César Díaz, mi amigo del norte, mi compadre, al que sólo citaré porque se merece todo un libro escrito por alguien más dotado que yo. Sólo decir, para situarte, que él ha desarrollado mi misma “enfermedad” pero con síntomas mucho más graves.

Conocía yo la Semana Santa desde la acera, desde los palcos , desde las bullas, desde balcones, desde fuera. Nos faltaba entrar en ella. Esa puerta la abrió César. Nos hizo a toda la familia hermanos del Amor. Recuerdo mi primera estación de penitencia tras haber visto a mi hijo saliendo con la borriquita. Era el más serio de su tramo, mirada al frente, consciente de la importancia de su acto a pesar de su edad. Aquella primera vez fue memorable llena de sensaciones que el tamaño de esta carta, ya demasiado larga, impide describir. Baste describir mi entrada en el Salvador con la única luz de los cirios de los hermanos que me habían precedido rompiendo las tinieblas del templo y el Santísimo Cristo del Amor al fondo esperándome como en un abrazo. Me sentí transportado al siglo XVII.
Después vino la hermandad de Santa Cruz, donde Álvaro tomó la “alternativa” como nazareno de negro.
Y después,…. , después fuimos NAZARENOS!! Apadrinados por César Díaz y Carlos Herrera ingresamos en la Hermandad del Silencio. Descubrí la esencia de pertenecer a un “ejército” que jura defender el Dogma de la Inmaculada Concepción con la espada. Descubrí el origen de la palabra Nazareno. No necesito explicártelo, tú lo entiendes. Entiendes lo que es sentir la soledad bajo un capirote rodeado de una multitud en completo silencio y lo que es llorar de emoción bajo el antifaz tras mi hijo, Nazareno como yo, siguiendo a nuestra Santa Cruz de Guía, tras los pasos del palio de La Amargura por la calle Cuna a los sones de “La Madrugá” al lado de mis hermanos, rectos como los cirios que portábamos en las manos, inmóviles, silentes, hasta heróicos, sabedores todos de la herencia que los siglos ha depositado en sus hombros. Y yo era uno de ellos!!
Pero a todo esto le faltaba una faceta todavía desconocida. Faltaba algo aún por descubrir. César abrió otra puerta más: la gente de abajo. Así conocí a la gente que soporta sobre sus nucas esta maravillosa catedral. Conocía a los grandes capataces de Sevilla, los Villanueva, Los Cevallos, Rufino Madrigal, y tantos otros, y entendí con ellos el arte de ese oficio y su extraordinaria complejidad.
Y conocí a los que soportan el peso de todo, el secreto de las emociones que sentía en los movimientos de los pasos, y lloré de emoción con ellos, y reí como nunca con ellos, con Diego , con Isaías, con Ángel, con Chazarri, con Rufino, con Ferreira, con tantos otros.

Y como siempre pasa con los pacientes de enfermedades raras, que acaban juntándose, así nos fuimos juntando, y los “sevillanos serios “ del norte nos fuimos juntando: verdad César, verdad Jose , verdad Carmen, verdad María, verdad Carlos, verdad Álvaro, verdad Nacho… todos ellos víctimas de personas como tú.

Esta es mi particular historia que en parte ya conocías ( la más importante), excesivamente larga para una carta, pero te juro que muy resumida.

Después de todo comprenderás que el veredicto que te corresponde no puede ser otro, sólo o en compañía de otros; CULPABLE. Que Dios te perdone o te lo pague. Nos vemos el Domingo de Ramos. Un abrazo

Antonio Carroquino Izaguirre

Nazareno

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