ENTRE DIOS Y YO

ENTRE DIOS Y YO

Las cuentas entre Dios y yo se han hecho íntimas, sin intermediarios. Mantenemos, por fin, una relación directa. No me consternaría lo más mínimo mi excomunión. Eso no existe ni en la última cena, con el pan mojado de Judas.

No me desasosiega la renuncia de un Papa a serlo, ni me inquieta quién vaya a sucederlo. Ya no espero para mi vida consignas desde Roma. Me conmueven los abrazos de Francisco a los desvalidos y a los niños. Me gusta él, pero no me dirigirá más allá de la emoción que provoca su imagen de Papa sin cristales blindados. Como Cristo, sin papamóvil en Getsemaní. No cambiará el rumbo de mis pasos más que lo hacen los buenos consejos de mis mejores amigos. Transitará por la notoriedad al tiempo que yo lo haga por el anonimato. Y coincidiremos sólo en los momentos en que se atreva a romper el protocolo y traiga de cabeza a quienes lo quieren preso del corsé de las medidas de seguridad.

Ya no permito a nadie, ni siquiera a la Iglesia Católica, la patente de Dios. Ya no confieso que hay un solo bautismo para el perdón de los pecados. No hay quien tenga que decirme desde sus propios errores cuáles son los míos. Nadie tiene que perdonarme, ni tolerarme, ni permitirme, excepto Él. Como millones de creyentes, ya no voy desde hace años a los confesionarios ni falta que me hace. Si los curas quieren llevar la estadística de nuestros pecados, por mí que se busquen otro invento, pero desde luego mis datos no los tienen. Mis pecados son eso: míos. Y lo mismo que ya no tengo edad para Caperucita, que no me vengan con el cuento de que mis fallos dañan el cuerpo místico. ¿Qué pasa con el cuerpo de los niños que han padecido la pederastia?

No siento odio de nada, pero sí rechazo con energía cuánto han querido definirnos a nosotros mismos, usurpando un legítimo derecho a las decisiones y a las responsabilidades propias. ¿Que me pasa algo? Sí, claro que me pasa: que por primera vez en mi vida me siento adulto, que por fin he visto luces de verdad, luces del cielo, de la claridad de la mañana, no reflectores de los templos ni bombillas de los púlpitos. Por fin me he bajado del autobús del pueblo. Tengo identificados a los sepulcros blanqueados y a los fariseos de este siglo. Y miro restaurado el inmenso cuadro de la vida, desprovisto y limpio de viejos aceites que lo oscurecían todo, con repintes que cubrían de suciedad los auténticos y vivos colores.

Todos vamos en la misma barca humana sobre aguas de Genesaret. Admito las ayudas, las manos que darnos entre todos en medio de las tempestades, el aliento de unos a otros cuando hay zozobra. Pero he tirado por la borda los dogmas, la infalibilidad del Papa, el cajón de sastre donde se han metido las palabras de Jesús de Nazaret al antojo del medidor de turno de la Historia. Se acabaron las interpretaciones tan discutibles como las mías. Se terminó que todos pensemos igual cuando entre las manos sólo sostenemos misterios, misterios y más misterios. Se acabó la nulidad matrimonial. Hasta aquí hemos llegado a lo de que una pareja que no consigue el amor que sólo separa la muerte, es un vínculo que no ha existido. O un matrimonio no consumado. Los hijos por arte de magia. Y una cuantiosa minuta de Tribunal sin escrúpulos. Se acabó preocuparse tanto por los abortos, pero tan poco por lo que pasa a los seres humanos después de nueve meses de gestación, una vez que son dados a luz. Y escandalizarse por la educación socialista a la ciudadanía, mientras se consienten barbaridades y faltas de caridad que padecen de sus profesores los alumnos de los colegios católicos. Y permitir a tantas monjas o religiosas que sean puras neuróticas, aptas para un casting de película española de director de izquierdas. No acabaríamos, una cosa detrás de otra.

Yo, como gran parte del mundo, ya no me dejo encoger el corazón, ya no permito que me angustien. Ya le ha ganado el amor de Dios al miedo a Dios. Es la victoria de una fe verdadera a una religión falsa. Aquella que me enseñó desde La Biblia que la Humanidad gime con dolores de parto. Cierto. Pero parece que el quirófano le pilla muy lejos como para enterarse de los gritos.

Los de siempre me señalarán como amargado para zafarse de sus conciencias el triste dibujo de Dios con churretes de payaso que les debemos. Siempre el mismo liberador recurso: amargado. Pero hasta esa palabra sé ya sacudirme del polvo de mis sandalias mientras me siento más cerca que nunca de su Camino, de su Verdad y de su Vida. Diga lo que diga Roma… y los demás. Amén.

José María Fuertes

Tagged with:

Artículos relacionados

Leave a reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.