LA QUEJA DEL BANDONEÓN

LA QUEJA DEL BANDONEÓN

Seguramente nadie podría haber escuchado mejor el lamento del mundo, que alguien desde Argentina, la patria del tango. La patria del dolor arrabalero, del canto lastimero de las causas perdidas que no se pueden perder. Nadie mejor para Papa, que un obispo hecho a base de oír la vida a media luz. A media luz los besos, a media luz los dos, a media luz millones de seres humanos cansados de tinieblas y penumbras, cuando podrían tener al alcance ser hijos de la Luz más completa y redonda de la tierra entera.

Cuando un nuevo Papa se asoma al balcón, el mundo entero se llena de primeras impresiones. Con Francisco ya se ha dicho que tiene un parecido físico entre Pío XII y Pablo VI; que se le ve muy humilde; y hasta que posee el perfil de un santo.

Pero las muchedumbres católicas -y hasta las que no lo son- le están esperando más allá de las apariencias de primera hora. Ha de llegar a pisar con sus propios pies en los montones de arenas movedizas de un planeta absolutamente inestable, resquebrajado y al que ya se le mueve la lámpara del techo como cuando empiezan las primeras sacudidas de un terremoto. Todos los seísmos empiezan igual:

-Oye, ¿me lo parece a mí o se está moviendo la lámpara?

El mundo se percata ya de los primeros temblores y está corriendo el grave peligro de avanzar por la intensidad de la escala Ritcher.

Parece que el Papa va a saber contemplarlo como en la vidriera de los cambalaches, en la que todo está mezclado; sin orden ni concierto y a precio de saldo las cosas más impagables; con la Biblia llorando contra un calefón, herida por un sable sin remaches; con sus renglones desdibujados y ambigua y confusa la línea divisoria entre el bien y el mal.

Se nos aproxima, con el nombre cercano de Francisco, una voz sin latín ni números romanos, con el dulce acento de los que te llaman vos; pero imprecando con valor las exigencias del Evangelio, cuestionando todo lo cuestionable, indagando los escándalos a los pequeñuelos, preguntando por la cruz que no va sobre los hombros de la Iglesia. Y ya se sabe que preguntando, preguntando… se llega a Roma.

José María Fuertes

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