HACERSE HOMBRE, CONVERTIRNOS EN DIOSES

HACERSE HOMBRE, CONVERTIRNOS EN DIOSES

En muchas personas hay siempre algo de rechazo a la Navidad, de temerle, de no querer que llegue y hasta de que pase cuanto antes. Estos días de vísperas ya les ponen intranquilos. A mí también. Es comprensible. A nadie le gusta que le sacudan las entrañas, que le recuerden grandes ausencias o que se les emplace a solas con el silencio.

La Navidad es un reto, el mismo reto que Dios hubo de afrontar: hacerse un hombre, un ser humano. La Navidad nos aguarda con un cierto pavor de encontrarnos con eso, con nosotros mismos, de frente, sin rodeos, con el dolor de una parte nuestra que se queda al descubierto en carne viva. Y nos revela un año y otro la larga distancia que aún nos queda entre lo que fuimos y lo que podemos llegar a ser. En estos días, las calles, sus luces, los campanilleros… todo, parece querer dirigirnos una flecha al corazón. Y eso duele.

La Navidad nunca vuelve. Es siempre nueva. Es la última, esta de este año. Es dulce, amable y grandiosa como lo es la propia noticia de Amor que guarda, pero no tiene consideración con nuestros disimulos y retira los paños calientes con los que vamos tirando el resto del año, el tiempo que queda fuera de ella sin que nos alcance como una denuncia de lo que no hacemos bien… o del mal que causamos. Nos pisa los talones huidizos de la sinceridad. Pone el dedo en la llaga de nuestras malas costumbres y, sobre todo, de una de las peores: querer a medias… Se dijo un día que por ser tibios, pueden vomitarnos. O fríos o calientes. O dentro o fuera. De verdad o de mentira.

Da vértigo muchas veces pensar en que se acerca la Nochebuena. ¡Cuánta gente la detesta! Porque la Nochebuena se mete donde parece que no la llaman: en las casas y hogares donde ya hay sillas vacías, seres que se fueron y a los que echamos de menos, quizá cismas familiares, distancia entre hermanos y padres o, simplemente, poco que decirse.

Pero, sobre todo, a mí me estremece y abruma la invitación que Dios nos hace. Porque no puedo con ella. Porque me supera. Porque hasta ahí no llega la fuerza de mi espalda: y es que Dios entra, más que nunca, de lleno en nuestra historia. Pisa el mundo, pone los pies sobre la misma tierra donde están los nuestros. Y se hace un hombre para que nosotros nos convirtamos en dioses, para que nosotros nos “endiosemos” a su imagen y semejanza. No hay un intercambio de poderes mayor en la historia de la Humanidad que el que se dio en la gruta de Belén. Nadie pudo dar más que Dios bajando a nuestra altura, poniéndose a ras de nuestro suelo y, con eso, tampoco nadie nos elevó más que Él. Esto es demasiado, demasiado para mí al menos. ¿Cómo, con tantos defectos, puedo conseguir eso? Es mi íntima frustración navideña una Nochebuena detrás de otra. Es mi abismo insalvable, pero ilusionante y lleno de esperanza. Dios quiere ser como nosotros, pero nos propone parecernos a Él.

Sinceramente, pensar en que otro año se acerca la Nochebuena, saber lo que me espera cuando mire al Niño, empieza a darme tal escalofrío que me hace inconcebible la preocupación acerca de si en aquel decisivo momento en que nació Jesús había una mula y un buey.

José María Fuertes

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