68

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Fue la cifra emblemática de la década prodigiosa. Hoy son dos números sobre la tarta con los años que ha cumplido uno de sus ídolos: Mike Kennedy. A él le parecerá mentira. Y a mí también. Ya he dicho otra vez que vamos llegando a la edad en la que el paso del tiempo parece mentira. Recuerdo que sobre los treinta y cinco sentí los primeros escalofríos por haberlos alcanzado casi sin darme cuenta.

Con muchas cosas a la espalda, sí; pero que habían pasado volando. Una de ellas fueron Los Bravos en aquel avión de la portada de uno de sus discos grandes, los elepés. Aquel avión de Iberia que entonces estaba posado y quieto sobre una de las pistas de Barajas, pero acabó despegando para surcar por días y noches de otras épocas diferentes a aquélla.

Otra de esas cosas fue aquel verano de 1968 con mis primos, estrenando nosotros el invento que consistía en hacerle pasar una aguja a un círculo negro lleno de surcos. En ellos giraba un milagro, una especie de brujería que me tenía estupefacto y más ocupado que un niño ahora con su móvil; estaba asombrado con eso de que del fondo oscuro del vinilo brillante escaparan al aire las voces que admiraba, las canciones que me sobrecogían, las letras que contaron las primeras veces los amores que ya se contarían para siempre. Estaba empezando todo. Y todo se decía por primera vez. A partir de ahí, casi no haríamos más que repetir. Pero la que de verdad estaba girando, más que el plato del Dual, era mi vida, que ya no volvería a ser la misma después de escuchar “Black is black” o “Los chicos con las chicas”. Con la voz de aquel rubio alemán lo decidí y nadie fue ya capaz de quitarme la idea:

-Yo quiero ser eso.

Lo dije con un empeño que pareció el juramento de “Lo que el viento se llevó”. Y la persistencia se fue encargando de todo hasta que grabé mi primer disco. Es obvio que no fue nada parecido al “Black is black”, pero… ¡y lo que disfruté mi sueño! ¿Dónde se quedan los caminos de ida de la ilusión? Pues en el alma, ¿dónde va a ser?

Fue una infancia feliz sin Blackberry. El único Black que tuve yo y una generación entera fue el modelo “is black” de Los Bravos. No necesitamos más.

Los Bravos fue la acertada ocurrencia de un francés llamado Alain Milhaud, que hizo reunir en un solo conjunto -como se les llamaba entonces- a los miembros de dos: Runaways y Sonor. Y después fue ágil para idear la estrategia comercial de implicar al público desde su nacimiento. Se valió de El Gran Musical de Tomás Martín Blanco en la Cadena SER, proponiendo a sus miles de jóvenes oyentes bautizar al nuevo grupo. Se creó la ficción de que el público iba a elegir su nombre merced a la inspiración. Pero lo cierto es que estaba más que decidido, por el rudimentario marketing de la floreciente industria del pop, que se llamarían Los Bravos. La denominación de origen entraba en los planes de la meta marcada para ser internacionales. Bravos era una palabra muy española, tanto como que figuraba invariablemente en los carteles de la fiesta nacional. En cualquier parte del mundo donde sonaran -y fueron un éxito rotundo desde la impenetrable Gran Bretaña hasta los imposibles Estados Unidos-, provocarían con su ibérica denominación de origen la evocación de la piel de toro.

La foto principal que ilustra estos recuerdos, no sé si con intención o sin ella, marca la enorme diferencia que siempre hubo entre el solista y el resto de los cinco miembros que fueron Los Bravos. El indiscutible liderazgo y carisma del alemán desenfocó la imagen total del grupo. Ni siquiera el sonido discográfico de Los Bravos salió de ellos mismos. Las grabaciones estaban interpretadas por músicos ingleses en los estudios de Londres. Sólo Mike participaba en ellas para poner su voz aguda e inconfundible, la auténtica marca Bravos.

Los números pueden gastar bromas a base de que un mismo valor adquiera distinto significado. El 68 de una década irrepetible, se ha convertido hoy en las velas que tiene que apagar Mike Kennedy. Felicidades.

José María Fuertes

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