Esa sangre veloz de los artistas. «El rocío de mis mañanas»

Esa sangre veloz de los artistas. «El rocío de mis mañanas»

No falla. Como cada mañana, ella aparece con el nombre de las primeras gotas que humedecen una tierra cada vez más árida y difícil. Ella cae al alba y, antes de que el sol queme los caminos, la salva posarse en el vuelo de un sombrero de agosto lleno de amapolas. Y me ha enviado, como siempre, sus palabras de primer frescor de la mañana… Ha leído las mías sobre aquel viejo amor de verano -si es que el amor puede ser viejo- y me dice:

“No sé si esa tal Inma leerá tu artículo, supongo que te encargarás de hacérselo llegar. Tampoco sé en qué situación o estado civil se encuentra, pero lo que sí sé, es que si yo leyera esto escrito por alguno de mis “ex”, me haría replantearme toda mi vida posterior a estos tiempos de que hablas. Creo que ciertamente eres el último romántico. Un beso Pepe”.

Se lo acepto, me halaga, pero creo que no soy tanto el último romántico como, en todo caso, uno más que se está dando cuenta de que esto no va. Sólo soy alguien a quien las circunstancias han ido llevando, junto a otros, a ponerse delante del batallón y se juega ahora el tipo frente al avance imparable del enemigo.

Esto del amor no va. Algo o mucho no está funcionando. No sale una y otra vez, con unos y con otros, lo previsto. No lo conseguimos para toda la vida. Y ya estamos llegando hasta a decir y a creer que para toda la vida es una idea falsa, utópica, ingenua, inalcanzable para seres humanos, contra natura para una pareja. Ya estamos diciendo que la vida es más larga que el amor; y que el amor no es tan largo como la vida. Eso es concluir que el amor no es tan grande como habíamos esperado. Y, desde luego, diciendo todo eso estamos equivocados. Forzosamente equivocados.

Que conste en acta -ahora que me están haciendo aprender tanto de ellas- que estoy en el ruedo. Escribo desde el redondel. Piso la arena. Lidio a la fiera negra e imponente del divorcio que parece no acabarse nunca en su largura bestial y salvaje. Nadie puede acusarme de recordar a Inma sentado en los tendidos o desde la barrera, o como si la evocara escuchando plácidas canciones de Perales, siempre llenas de gaviotas, sábanas como playas blancas y gotas de lluvia sobre los cristales. ¡Más quisiera yo! A mí me zumba en los oídos el sonido veloz de las balas que persiguen herirme mortalmente en mis sueños y en mi fe en la vida. Buscan desplomarme en cualquier descuido con un tiro por la espalda, que me derrumbe sobre un suelo de escombros que yo no piso, que nunca fue el terreno firme de mis pies. Pero la vida no es basura ni en mi caso ni en el de nadie. Jamás podría ser basura este don de Dios, por mucho que se realice a base de subir cuestas humanas que llegan a empinarse hasta lo inaguantable. Basura pueden ser las leyes, basura sus aplicaciones, basura las sentencias, basura un cuerpo jurídico tan podrido como la sociedad de la que está saliendo. Pero la vida no. La vida es un regalo de Dios que por lo mismo no debería tener más que el brillo de la patena donde Él se refleja. Y el aire limpio y claro del verano en el que conocí a Inma, aquel verano en el que la veía todos los días y, sin embargo, le entregaba mis cartas de amor como un truco que me inventé para que, teniendo mis palabras, no perdiéramos tiempo de besarnos cuando estábamos juntos, ese aire es el único que deseo respirar hasta el instante de mi último aliento. Me voy a ir sin edad, ya lo he dicho alguna vez. Me voy a dejar caer en el tiempo que, de todos los vividos, más me guste al final. Reposaré en música, seguro; no sabría decir ahora en cuál… pero tal vez apoye mi cabeza sobre un eco de Centuria como si me marchara desde la calle Parras a un feliz temblor de esmeraldas que aguarda en la eternidad.

Que nadie me eche en cara una posición ventajosa que no tengo. Ni una esperanza que, según los acontecimientos, debería haber perdido. Sigo defendiendo al amor hasta en los días en los que alguien me dirige las acusaciones más falsas. Pero… ¿qué más da? Si no soy yo son miles, millones entre hombres y mujeres, los que andan igual que uno por todo el mundo. El edificio se ha venido abajo; y lo poco que va quedando en pie -a veces con escuálidos cimientos de rutina y apariencia- está bajo la amenaza de destructoras voladuras.

Inma está casada, o por lo menos se casó. El resto de la historia, las preguntas que pueda haberse hecho o no, supongo que empezaría a escribirlas fuera ya del cuaderno escolar y el libro de texto con el que los dos aprendimos la lección de un nerviosismo necesario, una emoción indispensable y una conveniente impaciencia por vernos, que no deberíamos dejar de sentir nunca los unos por los otros.

Algunas veces la vida nos ha vuelto a reunir en encuentros fugaces y casuales por calles con prisas, en el vértigo de ir todos los días de un lado para otro. No me gustaría decirlo, pero lo cuento como algo simpático que, invariable, le escucho a Inma cuando la veo: siempre me dice que estoy muy guapo. Es dulce como ella sola y a nadie le amarga un dulce. Llegué a coincidir con ella en el plató de un programa de televisión presentado por Carlos Herrera y al que yo acudí invitado para cantar mis canciones. Era una de las azafatas, pero sin duda la más bonita de todas. No sé si le ha llegado noticia del artículo en Sevilla Press, en Chipiona Noticias… si lo ha leído, si incluso lo guarda ahora… Lo mismo me da. Ni ella ni yo estamos ya allí donde estuvimos. A la caída de las tardes, en Castilleja de la Cuesta, supongo que los rayos bajísimos de sol por el Aljarafe estarán coloreando de un malva encendido las citas de otros que esperan ampararse en las noches, para hacerlas suyas igual que nosotros hicimos las nuestras. Mis letras son mi vida; y aquella chiquilla se quedó para siempre en parte de los renglones que trazan tantas direcciones como ha tenido que tomar mi corazón.

De todos modos, a una sociedad que se rinde a conseguir lo mejor porque lo mejor es difícil, y que se niega a sí misma lo que más desea antes de que deje un día este planeta, a esa sociedad le digo que un hombre sin edad puede que se vaya de aquí desperdigado en miles de intentos; en tanteos fallidos que duren hasta mi último momento de inquietud… A esa sociedad, a ese pobre mundo de incredulidades y rendiciones le digo que puede que sea el último romántico o uno de los muchos que dio la voz de alarma sobre una especie en extinción llamada amor, cuando el amor era cosa de héroes y no de cómodos. Y también le digo que no soy tan tonto como para ignorar que a veces hay que irse, que hay que desistir, que ya no queda ninguna solución que intentar. Lo sé de sobra en mis carnes. Pero que reemprenda la dirección de su destino caminando por el centro de la vida, no por sus cunetas. Siempre es posible confiar en la llegada de un verano que traiga los ojos lánguidamente hermosos y verdes de Inma.

(*)José María Fuertes es cantautor y abogado

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