Esa sangre veloz de los artistas. «Berlín»

Esa sangre veloz de los artistas. «Berlín»

La guía más real y cotidiana de Berlín, aunque resultara prosaica, podría decir que esta ciudad no tiene moscas, sino avispas, avispas por todas partes, sobre todo revoloteando por encima de los dulces en los estantes de las pastelerías e inquietando la calma de los turistas que toman una copa apacible en sus veladores; pero puede observarse a los berlineses convivir con ellas sin aspavientos, asumidas como parte de lo doméstico. Esos mismos berlineses que no levantan la voz y, más, se diría que apenas hablan, como si hubieran acordado musitar las palabras de un idioma duro y establecido largos tiempos de silencio.

En Berlín hay más bicicletas que coches, y resulta una estadística de que con dos ruedas se cuentan unos trece atropellos por día. Para que luego digan que en Sevilla se puede vivir tranquilo paseando por la avenida “peatonalizada” menos peatonalizada del mundo. Y otro de los rasgos de Berlín es que puedes sentirte completamente seguro y sin miedo al encontronazo violento de la delincuencia, transitando parajes intransitables en otras ciudades, incluso en horarios de noche y de madrugada inconcebibles para un sevillano de los tiempos felizmente pasados y desgraciadamente vividos de Monteseirín. Si la calle Don Remondo hubiera estado en vez de próxima a la Giralda cerca de la Puerta de Brandemburgo, Alberto y Ascen estarían ahora vivos.

En Berlín, claro, hay salchichas y cerveza -muy mala cerveza para los que conocen la Cruzcampo-. Pero lo que no hay ya en Berlín es un muro que, como todo el mundo sabe, cayó no hace tanto, después de dividir a la ciudad desde 1961 hasta 1989, que ya son años para una barbaridad sólo asimilable con una vaga idea de cómo se las ha gastado siempre el “democrático” comunismo.

Los días que estuve en Berlín apenas si salió el sol, como si los nublados y hasta la lluvia hubieran pretendido parte de una sensación dramática y de horrores pasados a lo largo de su historia de ave fénix. Si alguien busca divertirse viajando, lo cual solemos pretender todos cuando hacemos las maletas, no le recomiendo Berlín. Pero a quien tenga interés por santiguarse en una especie de tierra sagrada del sufrimiento, acercarse a evocaciones de límites -o sin ellos- inimaginables sobre los padecimientos humanos que Hitler que causó a los judíos, y sentir bajo sus pisadas un libro de historia que le conmueva en cada página, Berlín es su destino.

La ciudad no es bonita en conjunto. Lo consigue en puntos aislados, donde la belleza ha querido determinarse por encima del pánico de tantos bombardeos. Berlín está harta de reconstruirse con edificios cada uno de su padre y de su madre, salidos del vientre desigual de la historia. Es una familia urbanística con hermanos que no se parecen en nada los unos a los otros.

Berlín es hoy uno de los cabezales de Europa, pero aún así parece entregarte como visitante, nada más aterrizar en su aeropuerto, un sudario que añadir a tu equipaje para que sepas recorrerlo compadeciéndote de su viejo calvario en el nazismo.

(*) José María Fuertes es cantautor y abogado

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