Esa sangre veloz de los artistas. » Maravilloso extremismo,maravilloso»

Esa sangre veloz de los artistas. » Maravilloso extremismo,maravilloso»

Hace unos días que ha actuado en el Auditorio Rocío Jurado, de la Cartuja, en Sevilla.

Raphael es un extremismo, un maravilloso extremismo que cumple estos días más de cincuenta años sobre los escenarios de todo el mundo. Ese extremismo ha sido la causa de tener detractores y gente que lo ha calificado una y otra vez, desde que empezó, como insoportable.

Pero esa es también la misma causa que fue dejando desde hace ya medio siglo un reguero internacional de admiración y hasta diría que de devoción. Raphael es una dependencia que dura ya lo que sólo pueden durar los más grandes, los únicos, los irrepetibles. Parte del sonido de la vida, siquiera por Navidad y poniéndome en el caso que más lo evite, ha sido él.

Es un extremismo que convierte en aligerado de peso cualquier intento de cantar una de las canciones que él canta. Después de su interpretación ya no queda espacio para nadie, a no ser que se conforme con aspirar a un descafeinado o, simplemente, a ser un imitador más de los que han gozado imaginándose que eran semejante animal de escena. Después de cantar Raphael está todo cantado, todo queda exprimido. Escucha uno cualquiera de sus letras y parece que en el tiempo de una te la ha dicho tres veces de golpe.
En carne viva es en carne viva, no una heridita de nada en la actuación de cualquier otro cantante. No deja resquicio al sitio de otro artista ni con la voz, ni con la cara, ni con las manos, ni con los ojos… En cada canción -¡en cada canción!- Raphael gasta, hasta la extenuación, el cuerpo entero. ¿Amanerado? ¿Maricón? (qué palabra más española, gustosa y con paladar para intolerantes).
Yo jamás cantaría de esa forma, pero mi alma sí. Mi alma ha cantado miles de veces como canta Raphael. Mi alma ha disfrutado como en su gran noche, se ha enamorado como si yo fuera aquel, ha tenido que aprender que como mejor se llega al portal por el camino que lleva a Belén es pobre y asistido no más que del sonido ronco de un humilde tambor. Mi alma ha querido toda la vida que hablemos del amor, una vez más. Hasta le ha importado poco o nada lo que digan los demás. Y mi alma siempre se quedó hecha una pena al ponerse el sol y cuando tú no estabas…

Quizás la vida no debiera ser cada día, cada minuto, cada segundo otra cosa que ese extremismo de apurarlo todo por si ya no hay más al instante siguiente. Irnos del escenario de la existencia habiendo agotado todas las posibilidades de nuestro texto y nuestra voz. Partir hacia la eternidad con todos los pasos dados, sin cargarle a nadie con el espacio que nos correspondía, con la misión que nos era propia.
Desmenuzar todas las palabras que nos brindaba estar vivos, y no perder un solo matiz en cada momento que nos corrió la sangre. Llegar a cada cosa, a cada canción que es cada mañana, como llega Raphael a las suyas: con la ilusión del principiante, aunque al cabo de tantos años ya no se tengan las mismas facultades, ni yo vaya a contar siempre con las mismas piernas o el pulso invariable. Y, mientras me toque vivir, salir incesantemente al concierto de la creación agradecido a Dios como si fuera mi primer canto y como si fuera el último.

A veces me he ido cabreado de un recital de Raphael. En el afán de superación que él mismo me enseñó como artista, no he comprendido por qué no se retiraba, por qué no lo dejaba ya, por qué provocar la contemplación de la diferencia entre el esplendor vocal de ayer y el declive de hoy. Y he debido asumir que la cuadratura del círculo no existe para pedirle a un hombre que haga de su vida otra cosa que donde se la ha dejado, con la piel entera, sin reservas. Si yo le exigiera, si le exigiéramos, que tuviera otra vez veinte años para cantar como entonces la “Balada de la trompeta” o “Aleluya del silencio”, aquellos que hemos admirado a Raphael, tendríamos que devolverle nuestra felicidad, nuestra emoción, nuestras lágrimas, nuestros aplausos puestos en pie durante cinco décadas, ¡cinco! Eso de cincuenta años dale que te pego en primera línea, es una proeza en el mundo; pero en España es un milagro.

Tendríamos que devolverle muchas grandes noches suyas que también fueron las nuestras. Y Miguel Rafael Martos Sánchez -sin ph, hijo de Francisco y de Rafaela, natural de Linares-, como genialmente se lo escribió Manuel Alejandro, volvería a nacer con la promesa de masticar su juventud cada segundo, y no entregárnosla en otra nueva vida para pasar de la niñez a los asuntos, para pasar de la niñez a su garganta. Pero por haberlo hecho, muchas gracias.

(*) José María Fuertes es cantautor y abogado

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