Esa sangre veloz de los artistas. » Tócala otra vez»

Esa sangre veloz de los artistas. » Tócala otra vez»

Hay gente que aporrea los pianos y hay quienes los acarician. Hay músicos como play backs y otros que se dejan el alma. He escuchado a dos niñas que hacen esto último. Las teclas, al tocarlas, parecen convertirse a la misma suavidad de las yemas de sus dedos. Es el gusto. No hay más. Y tampoco hay menos. O se nace con él puesto, como parte de la piel especial que se trae, o nunca se llegará a sus dominios por más que se persiga. En esta vida pueden aprenderse muchas cosas; pero otras, si no se poseen innatas, serán imposibles de conquistar por más que nos empeñemos.

Alejandra y Ana -la mayor no pasa de doce años- han deleitado los postres de una comida familiar con sus padres y abuelos. Podría imaginarse la típica escena de hacer exhibir a los demás las monerías de nuestros hijos. Pero no. Se trata de mucho más. Primero porque no son insoportables ni pedantes, como el repelente niño Vicente; o inaguantables y patéticas como esas menudencias salidas de academias de tonadillas y coplas, tan chocantes como las “madres de artistas” que se han empeñado, más que las propias niñas, en que las niñas canten como sea, y te largan un “María de la O” para el que les faltan todavía muchos años y muchos desengaños de verdad. Y segundo, porque Alejandra y Ana pertenecen a la naturalidad del aire puro que lleva sus notas, el corazón en vuelo de lo que sienten fresco y limpio.

Yo las quiero sacar aquí escritas, contadas sin píxeles que deban desdibujar la imagen real de las ventanas abiertas de la música a las que persiguiera atrapar la maloliente atmósfera de nuestros días, el asco de las mentiras para embaucarnos otra vez en el callejón sin salida del cinismo. Entre una campaña electoral a la desesperada y dos niñas tocando un piano, ¿qué relación podría haber? ¿Qué clase de irresponsable soy? ¿En qué tengo yo la cabeza estos días mientras en la ruleta rusa nos jugamos la vida, la vida de los próximos difíciles años? La tengo en el sitio que deseo alcancen los votos. El sitio de la familia como primera célula de la sociedad. El sitio de unos padres que puedan levantarse todos los días pensando en que van a trabajar. El sitio de acogernos los unos a los otros sin que nadie expulse a nadie. El sitio vacío de indignados incapaces ya de reflexionar en la jornada señalada para decidir serenamente. El sitio que humanice otra vez la existencia. El mismo sitio que se llene de gobernantes honrados que no roben el esforzado sueldo de los demás. El sitio, el sitio, el sitio de tantas esperanzas y de un sueño truncado que se llamó la democracia.

Me quedo en este sitio, en este lugar donde dos niñas tocan el piano justo en este momento, cuando la sangre arde ya por todas partes, cuando el hastío ha llegado a sus límites y las decepciones no pueden contarse ya de más nuevas maneras y tristezas. O nos damos cuenta de una vez que hemos llegado hasta los extremos tolerables de la gravedad, o avanzaremos aún más en esa misma gravedad.

Yo me cobijo mientras tanto en la paz de dos menores a las que protegen los días inocentes de su infancia. Dos menores a las que defienden el amor sin rendiciones de sus padres y los besos apretados de sus abuelos.

A veces, para respirar en la tierra, hay que pedir prestado el cielo. Alejandra y Ana viven en el tiempo azul de la niñez y me regalan pedazos sin los que yo no sabría cómo empezar el día siguiente de ser ya mayor. Como MacArthur digo volveré, porque la vida -¿verdad amiga Marga?- se está haciendo cada vez más de lugares a los que necesitamos volver.

Tengo un asidero feliz e imperturbable junto a un piano. Y en otra parte no podría tocarse hasta esos extremos de ternura y seguridad la bellísima melodía de una sobremesa. En esos momentos no encontraría en el mundo algo más hermoso que a unas niñas interpretando “Titanic” mientras nada se hunde a su alrededor.

(*) José María Fuertes es cantautor y abogado

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