EL MILAGRO DE LA ESTRELLA

EL MILAGRO DE LA ESTRELLA

Ocurrió anoche, a eso de las nueve. Fue en Triana.

Horas antes una niña de diez años lloraba porque alguien -y hasta me atrevo a decir que algunos- se negaba a entregarle su túnica de nazarena para acompañar en la tarde del Domingo de Ramos a la Virgen de la Estrella. La historia es muy larga y ahora, de momento, no procede contarse hasta sus tuétanos. Es demasiado triste la historia, demasiado lamentable. Una de esas historias que se narran porque aún la sociedad tiene muchas cuentas pendientes con los niños, atroces cuentas pendientes. Y no es el momento de todo esto en un día feliz para todos, cuando da comienzo el Domingo de Resurrección de siete días en Sevilla.

Esa niña era, es, mi hija Marta. Sin obtener para ella en todo el día la compasión de quien podía tenerla, escuchando su angustia continua, su zozobra de imaginarse que se acercaba a la crueldad de una madrugada que la esperaría sin dejarla dormir en medio de su llanto, le dije, junto a su hermana de siete años:

-Lo último que podemos intentar ya es irnos a ver a la Virgen.

Desde Los Remedios nos encaminamos por la calle Betis hasta la Capilla en San Jacinto.

Por el camino Marta me iba contando su ahogo sólo de pensar que al día siguiente viera a los nazarenos por el puente y ella sin ser uno de ellos. Llegué a decirle que si hacía falta no acudiríamos por este año en busca de la Virgen y se evitaría tan mal trago.

Cuando por fin, y entre divagaciones para evitar la piel en carne viva de una niña, nos encontramos los tres ante su palio, mis hijas rompieron a llorar sin consuelo y yo detrás de ellas.

Salimos desde la zona lateral del paso a la que inicia las dependencias de la Casa Hermandad. Allí mismo, justo al lado de donde se encuentra su palio y desde donde también puede ser divisado, hay una empinada escalera que conduce a las oficinas donde están la secretaría, el museo… y yo intentaba otear a pie de esa escalera, junto a mis dos hijas, desesperados, si en la primera planta daba con algún movimiento humano. Pero nada. Sin embargo, sobre los primeros escalones de la planta baja donde estábamos, a mi altura, se encontraba un hombre y yo le pregunté:

-¿Arriba no hay nadie?

-No. ¿Usted qué quiere?

-Yo un milagro.

-Pues los milagros son aquí abajo, me dijo refiriéndose a la presencia de la Virgen bajo su palio.

-Lleva usted razón, le contesté. Pero es que Ella me ha dicho que lo va a hacer con la ayuda de ustedes.

-Pero… ¿qué es lo que quiere usted?

Para contestar saqué las fuerzas seguras y firmes de donde sólo las sacan los padres con fe en Dios. Y me atreví a pedir aquel imposible siendo ya más de las nueve de la noche de un sábado antes del Domingo de Ramos:

-A mi hija le pasa esto… Y quiero para ella una túnica de nazarena.

Un día escribiré este capítulo con tiempo, sin estar abocado a ser la crónica urgente de un prodigio obrado en Triana. Quizás dentro de un año, en la víspera de otro Domingo de Ramos, para recordarlo, porque no lo olvidaremos ni yo ni mis hijas mientras vivamos. Ahora puedo conformarme con decir que aquel hombre no necesitó una gran explicación, más bien le di muy poca, y reaccionó con una urgencia propia de quien procediera del Caná de hace más de veinte siglos, de aquel día en el que se convirtió el agua en vino, como si estuviese acostumbradísimo a captar rápidamente las claves de los deseos de la Virgen.

Puso en movimiento a toda la Hermandad, marcó desde su móvil yo no sé cuántos números, se recorrió aquellos pasillos las veces que hizo falta en una tarde de calor sofocante que lo iba dejando empapado. Y al tiempo de todo eso, mientras iba consolando a mis hijas que entre conmovidas y viviendo una incertidumbre empezaban a impresionarse comprobando tan pequeñas, que los milagros existen, ese hombre le iba diciendo a Marta:

-No te preocupes, que vamos a hacer todo lo que se pueda, que lo vamos a intentar, y si hace falta te vestimos de monaguillo, pero tú no te quedas sin acompañar a la Virgen.

Al rato llegó, una vez más en su historia, la radiante luz de La Estrella:

-Hay una túnica en una vivienda de Bami, en la calle Castillo de Cortegana, pregunte por Marisa, este es su móvil y su dirección. La túnica le estará algo grande, pero se le puede coger el dobladillo. Por el capirote no preocuparos, que aquí hay una mujer que se dedica a eso y lo va a hacer en minutos. Regresad con la túnica una vez os la entregue Marisa que os damos todos los botones que necesita, el cíngulo y la medalla.

Volvimos a Los Remedios para coger el coche, nos dirigimos a la dirección recomendada y allí había, con su marido, una mujer que le decía a Marta:

-Haced con la túnica lo que queráis, la cortáis, la deshacéis… lo que os dé la gana, de verdad, pero mi niña -refiriéndose a mi hija como si fuera la suya-, mi niña tiene que ir preciosa vestida de nazarena.

Al abandonar el domicilio, María me dijo:

-Papá, es un ángel.

Regresamos a San Jacinto y Javier nos salió por la calle al mismísimo encuentro, preocupado porque se hubiera solucionado el problema de Marta.

-¿Dónde vas tú mañana?, le pregunté.

-Yo voy al lado del capataz de la Virgen, justo delante de su paso. ¿Por qué?

-Porque quiero buscarte para darte un abrazo delante de Ella.

Pero los haces del milagro y de la divina luz de La Estrella no habían terminado. Como si se tratara de una de las más bellas exhibiciones de los hilos que María, nuestra Madre, mueve desde aquella primera vez en Caná de Galilea, se había localizado otra túnica más. La traía Margarita, la mujer del hombre que a pie de escalera se puso de inmediato a disposición de la Virgen. Entonces supe que se llamaba Manolo González y era nada menos que el Teniente de Hermano Mayor de la Junta de Gobierno. ¡La segunda túnica le estaba clavada!

Nos fuimos los tres de allí con la túnica, el cíngulo, la medalla, el capirote hecho a medida y hasta diez de esas medallitas doradas con el Señor de las Penas y la Virgen de la Estrella, que los miembros de la Junta regalaron a Marta para obsequiar a los niños durante su salida procesional.

Ante aquellos hermanos y hermanas, le dije a mis hijas que si un día llegaran a hablarles mal de las cofradías de Sevilla, tengan presente la noche de ayer, las defiendan siempre y cuenten por todas partes cómo es su Hermandad de La Estrella.

Ni que decir tiene que hoy, acompañada por su hermana María -que el año que viene si Dios quiere también irá de nazarena-, una niña llamada Marta acompaña a su Virgen. Es lo único que debiera haber pasado de la manera más natural sin que algunos hayan perseguido, sin conseguirlo, el choque frontal del trenecito de su infancia con el tanque monstruoso de las miserias de los “adultos”.

Gracias, Estrella de Triana. Guíanos siempre.

(*)José María Fuertes es cantautor y abogado

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