Esa sangre veloz de los artistas:»Mientras yo rezo»

Esa sangre veloz de los artistas:»Mientras yo rezo»

Eres un Dios increíble, en el más estricto sentido de la palabra, apto sólo para los que tenemos fe.

Con frecuencia ha llegado a confundirse tener fe con estar seguro; pero he sabido muchas veces que precisamente las dudas y la inseguridad permiten a la fe ser eso: fe. Si yo no necesitara de la fe sería, sencillamente, porque tendría certezas, esas que hoy por hoy, en esta piel humana, no están a mi alcance ni van a estarlo nunca.

Eres un Dios increíble, en el más estricto sentido de la palabra, apto sólo para los que tenemos fe.

Con frecuencia ha llegado a confundirse tener fe con estar seguro; pero he sabido muchas veces que precisamente las dudas y la inseguridad permiten a la fe ser eso: fe. Si yo no necesitara de la fe sería, sencillamente, porque tendría certezas, esas que hoy por hoy, en esta piel humana, no están a mi alcance ni van a estarlo nunca.

Eres un Dios increíble y Tú lo sabes. Tanto, que nos mandas tu ayuda constantemente para comulgar con esas piedras de molino que son mirar las calamidades y encima esperar tu amor; para convivir con tanto sufrimiento y confiar en tu salvación; para contemplarnos los unos a los otros en tantos pecados y, encima, ser capaces de disfrutar tu redención.

Aunque ya me he dado cuenta de que los que se arrodillan son cada vez menos y van quedándose solos rodeados de gente en pie, muchos van dejando esa costumbre acaso porque les dé un tufo a la antigua; acaso, Señor, porque el mundo está de rebajas y Tú no te ibas a librar de ellas. Estoy seguro de que no te importa más postura que la del corazón, pero cuántas veces nos movemos según nos late. De todos modos, seguiré pensando que ponerse de rodillas ante Dios es el mejor modo de permanecer de pie ante los hombres.

Estoy dándote ahora las gracias, como siempre, por muchas cosas y, también como siempre, pidiéndote porque ocurran un montón.

Como millones de orantes supongo que no tengo nada de extraordinario: pido un sustento estable, te encomiendo la protección de mi familia y de mis amigos, te recuerdo que no falle la Gloria para los que te llevaste, y quiero que los enfermos se pongan buenos. Casi no paso de ahí. Yo nunca pido éxitos como si Tú fueras un talismán. Bastante éxito es hacerse, gracias a Ti, con el pan nuestro de cada día. Nunca he mirado al Sagrario como a la bola de cristal de un vidente que me asegura el futuro. Jamás te encargué que me echaras las cartas, ni la buenaventura en la palma de mi mano. He sido muy de San Ignacio en eso de trabajar como si todo dependiera de nosotros, y orar como si todo dependiera de Dios.

Para mí que uno de los más grandes milagros que has obrado, además de Tu Palabra, es el de Tu oído.

Un buen día caí en la cuenta de la de cosas que están pasando en el mundo mientras yo rezo. A lo mejor esta ocurrencia es una más de mis tonterías, pero ya sabes -y bien- lo que yo tardo en caer en las cuentas. Y eso sin perder de vista que toda oración tiene algo de egoísmo. Al menos las mías. El caso es que una mañana, al coger el periódico y encontrarme en su portada la catástrofe de un avión que se había estrellado, me percaté de que a la hora en que decenas de pasajeros se habían matado, era justo la misma en la que yo había estado haciendo mis oraciones. Con aquello no descubrí, desde luego, ni la inmensidad de este planeta para que pasen muchas cosas a la vez, ni la cantidad de tragedias que se suceden y hasta simultanean las unas con las otras. Pero sí tomé entonces conciencia de cómo nos miras y escuchas a todos al mismo tiempo, de cómo te adaptas a nosotros estemos donde estemos, y de que verdaderamente tienes contados cada uno de nuestros cabellos. Y llega a ser cierto que muchas veces no sabemos dónde está Dios, pero Dios sí sabe siempre dónde estamos cada uno de nosotros.

Pensé, con aquel drama de la prensa entre mis manos, que una de tus grandezas más incomprensibles consistía en que te pareciera tan importante que yo te pidiera que mi hija se curara de un catarro como lo que te dijeran los viajeros que presagiaban el fin de sus vidas. Supe que eras la única posible cuadratura del círculo para atender que no me falte un sueldo imprescindible mientras estás viendo que a millones de seres les falta lo más indispensable. Que me permites llevarte la preocupación del mantenimiento de mis hijas, mientras contemplas a miles de niños muriéndose de hambre. Que me concedes habitaciones calientes para mi familia, cuando los sin techo pueden morirse de frío. Y he llegado a saber cómo me acogías en la paz del templo, mientras que en esos ratos míos contigo Tú ya estabas enterado de la bomba que había estallado en una de tantas guerras, y me guardabas en el silencio cuando centenares de víctimas gritaban el pánico de otro acto bélico. Me dejas pedir tranquilamente por mis cosas corrientes, menudas y sencillas, aunque estés oyendo, a la vez que mi voz, el ruego estremecedor de tu piedad en medio de la más verdadera angustia. Me toleras que me tome mis pequeñas cosas con tremendismo, y que sean muy importantes para mí, las más importantes del mundo, sin faltarte entonces ni el detalle de dejarme en mi ignorancia, demostrándome toda tu atención y obrando el mismo prodigio con el resto de los hombres más desheredados, haciéndonos creer que en esos instantes sólo se mueven nuestros labios. Y todo tu amor consiste seguramente en ser el Padre de todos mientras cada uno reza.

Gracias por dejarnos orar en Sevilla con el aire perfumado de estos días, justo al mismo tiempo que en Calcuta -por decir algo- las bocas hambrientas de tantos hombres, mujeres y niños te imploran desde las acequias y sus pestilencias. Si no fuera por el prodigio de tu oído, si te faltara esa forma de escucharnos desde el Amor, hasta tu propio regalo que es Sevilla estoy seguro de que, mirando y escuchando otros lugares, se desvanecería.

José María Fuertes

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